La derrota

La derrota

Estupendo relato el que nos envía Santiago Echevarría Sangró, al que agradecemos mucho su deseo de compartirlo con la FEC.

27-7-2020

La historia de los triunfos deportivos logrados en su juventud le hacía acudir al torneo portando esa media sonrisa que da la seguridad. Cabeza alta, mirada fija y un andar acompasado, sin titubeos, le reafirmaban en su presumible superioridad. Su indumentaria blanca, recién planchada, era el adecuado envoltorio de un regalo que se anunciaba omnipotente. El cróquet era su última afición y pensaba que, como en otras disciplinas, el triunfo estaba poco menos que asegurado. La verdad es que había trabajado duro en entrenamientos exhaustivos y si a esto se le añadía una habilidad innata para el deporte, su optimismo no iba del todo descaminado.

Pero después de la derrota en el primer match algo le hizo intuir que se avecinaba una catástrofe. Era parecido a la sensación que tantas veces le hacía presagiar las galernas en su pueblo del Cantábrico. Presintió un trágico futuro como inevitable, mientras un escalofrío atravesaba su cuerpo.

Ya antes de su segundo partido, una gran mancha en sus pantalones delataba el nerviosismo que le había hecho derramar una taza de café. En la posición de salida se sintió otra persona, ahora desvalida, a la que no le acompañaba la suerte ni en los sorteos con la moneda. Empezó su contrincante. Ya de inicio cogió ventaja pasando el primer aro. Media hora después se dieron la mano: ¡¡¡2-7!!!. Se retiro cabizbajo; en la lejanía se podían escuchar las felicitaciones y palmadas de afecto al ganador. Comprendió, entonces, el drama de la soledad del perdedor en una sociedad que solo valora el triunfo.

Comió solo, tomó una copa para animarse y volvió a la cancha. Esta vez fue él quien ganó el primer aro. Fue el único tanto que hizo: ¡¡¡1-7!!! “Que poco dura la alegría en la casa del pobre“, pensaba cuando el ganador estrechó su mano comentando: “lo importante es disfrutar“. Esa frase le acabó de hundir. Sólo le quedaba un partido por jugar. Si lo ganaba aún podría clasificarse para la fase eliminatoria siendo cuarto del grupo. Solo valía la victoria. Quizás después cambiaría su sino y podría renacer. Después de todo, las galernas de su pueblo también pasaban. Salió segundo. El corazón al galope, la boca seca como el esparto, las punzadas sobre su estómago dificultaron al máximo su concentración para recordar el ritual tantas veces repetido: separarse de la bola, fijar la dirección imaginaria, colocar los pies en posición correcta, hacer lo mismo con el mazo, la cabeza fija en la bola, no moverse. La bola azul de su oponente reposaba bien colocada frente al aro. No había otra alternativa más que quitarla. Inició el swing, golpeó su bola roja y permaneció mirando al suelo como mandan los cánones, esperando escuchar el sonido del impacto. ¡¡¡UUUhhh!!! El público emitió una exclamación. Cuando levantó la mirada vio a su bola estrellarse sobre la madera que delimitaba el campo. Había pasado cerca. Perdió el aro y todos los demás: ¡¡¡0-7!!!.

De vuelta a casa sintió como una losa el peso del mazo sobre su hombro. Le vinieron a la memoria los versos de Machado: “voy caminando solo, triste, cansado, pensativo y viejo“. Ya en su hogar, camino del dormitorio, el hueco que había reservado en la biblioteca para colocar el trofeo le recordó de dónde venía. Se metió en la cama. Como era su costumbre antes de dormir, encendió el móvil para ojear las redes sociales. Vio la foto de grupo del torneo; no se encontró porque la copa que alzaba el vencedor tapaba su cara. Apagó la luz; solamente le acompañaba una lágrima deslizándose por su mejilla.

 

27 de julio de 2020
Santiago Echevarría Sangró